SOLEDAD PUÉRTOLAS, UNA ZARAGOZANA ACADÉMICA DE LA LENGUA





La escritora Soledad Puértolas (Zaragoza, 1947), fue nombrada académica de la Real Academia de la Lengua en el año 2010, donde ocupa el sillón "g" minúscula.
Los alumnos de Primaria que representarán al colegio en el XII Concurso  de Lectura, el próximo día 25 de febrero, leerán un texto suyo, extraído del libro CON MI MADRE. Es un bello texto, os invitamos a que lo leáis.



 En mi infancia, febrero era el mes más frío del año,

el mes de la nieve y el viento y sol cegador que no

calienta. Febrero, ventolero, he oído decir mil veces. De

manera que, antes de saber que el mes de febrero estaba tan

cargado de poesía, y de color tan alegre, me parecía un mes
helador y creo que habría preferido venir al mundo en un
mes más cálido.
Durante los catorce años que viví en Zaragoza, si el
día de mi cumpleaños caía entre semana, mi madre me venía a
recoger al colegio a mediodía, para luego ir a la capilla
de San Blas, santo protector de los enfermos que padecen de
la garganta, y, por tanto, protector mío, con toda aquella
sucesión de dolores de garganta que padecí. San Blas me
tenía que proteger por partida doble; yo había nacido en su
día y yo era, además, una de esas enfermas a quienes él
estaba encargado de proteger.
De todos eso mediodías de invierno del día de San
Blas, se me ha quedado grabado en la cabeza uno
particularmente helado. Nevaba; eran copas finos que se
clavaban como agujas en la piel, empujados de aquí a allá
por la ventisca. Era tal el remolino que formaban esos
copos de nieve, y la nieve caía en tanta abundancia, que
apenas podíamos ver. Al salir de la iglesia, anduvimos a
ciegas sin encontrar a nuestro alrededor ningún punto de
referencia.
Los puestos de los roscones y las rosquillas, que se
montaban alrededor de la plaza, habían desaparecido, bien
por la cautela de sus dueños, que se habían apresurado a
desmontarlos, o por la fuerza de la ventisca. Nos quedamos
sin rosquillas, aunque eso en aquel momento no nos
preocupó. No había tranvías, decían voces de alarma a
nuestro alrededor. Ni taxis desde luego. No recuerdo haber
subido a u taxi en toda mi infancia, como si no hubieran
existido. No teníamos más remedio que volver a casa
andando, yo de la mano de mi madre, ella guiándose, no sé
cómo, quizá tocando los muros de las casas. Yo llevaba
puesto el pesado uniforme del colegio de lana azul marino,
y la chaqueta de punto y el abrigo de paño, guantes de
lana, pasamontañas y bufanda, azul marino todo, y tenía la
sensación de que los diminutos copos de nieve se me metían
por dentro, se colaban por todas las rendijas de la lana y
empapaban el paño del abrigo.
Pero quizá yo no tendría ese recuerdo para siempre
grabado en la cabeza, si mi madre, cada mañana del día de
San Blas, bastantes años después de aquella ventisca, no me
hubiera llamado para felicitarme y rememorar qué sintió

ella al verme cuando me pusieron en su regazo por primera

vez. Revivía aquella alegría y luego me hablaba de San
Blas, me describía con todo detalle aquel dificultoso
regreso a casa. No sé que la empujaba año tras año, a
reproducir ese recuerdo, como si en lugar de haber sido un
trayecto molestísimo, hubiera sido esplendoroso, uno de los
mejores recuerdos de su vida. 
Me lo pregunto ahora,
sabiendo que el próximo mes de febrero transcurrirá sin
recibir la llamada telefónica de mi madre, sabiendo que
tampoco la recibiré en años sucesivos, que todas esas
evocaciones las tendré que hacer yo por mi cuenta. Me digo
ahora, que probablemente, cuando mi madre murió, una semana antes de mi cumpleaños, ya habrían florecido las mimosas en algún lugar.
                                               TUTORAS DE SEXTO


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